Hace
unas semanas salí a dar una vuelta por mi barrio y, mirando
escaparates, llegué a uno con trajes de novia. Me eché a reír, y
me fijé precisamente en un vestido que estaba al fondo, de color
azul cielo, muy vaporoso, y entonces recordé esta historia que voy a
contaros.
Una
tarde llegó a mi consultorio una señora de Sevilla muy graciosa que
quería saber lo que le deparaba el futuro. Le habían hablado muy
bien de mí y tenía mucha curiosidad. Empecé a echar las cartas.
Ella lo mismo lloraba que reía, aunque yo, después de echar las
cartas, no recuerdo lo que he dicho. Como la sesión se alargó más
de la cuenta, cuando terminamos ella me invitó a cenar. No es algo
que yo suela hacer, pero algo en mí me decía que debía aceptar.
Durante
la cena, ella decía que le había hecho muchísima gracia que le
dijera que se iba a casar, cuando ella pasaba de los sesenta y en su vida jamás le había echado un guiño al amor. O sea, que nunca se había
dado la oportunidad de enamorarse. Por circunstancias de su vida, se
había dedicado a cuidar a sus padres y a trabajar. Su trabajo y sus
padres eran toda su vida, y ya jubilada había decidido viajar. Por
eso estaba en mi ciudad. Le encantaba la playa.
Como
le había acertado todo lo del pasado, y le había dicho cosas del
presente, no le cabía duda que se iba a cumplir lo que le había
pronosticado. Así me despedí de ella, y me dijo que el año que
viene, si volvía a mi ciudad, volvería a ir a mi consultorio, pues
le había gustado mucho.
Al
año siguiente, volvió a mi consulta. Cuál fue mi sorpresa, cuando
me dijo que ya lo tenía todo preparado para la boda... menos el
novio. “¿Cómo?”, dije yo. “Sí”, respondió: “El cura, la
iglesia, y el vestido”. Porque ella sabía que se iba a cumplir, ya
que tenía fe en mí. Lo cual me dejó un poco preocupada, porque
claro, no me acordaba de nada de lo que le había dicho cuando le
eché las cartas, pero ella dijo que todo, todo se había cumplido.
Así que después de echarle las cartas, quedamos otro día para que
me enseñara el vestido, pues le hacía ilusión que fuera cuando se
lo probara. Tuve que ir con ella.
Era
un vestido azul, vaporoso, precioso. La rejuvenecía. Y entonces,
cuando se miraba ella en el espejo, vi a su futuro cónyuge. No dije
nada, porque hubiera tenido que darle muchas explicaciones. Al cabo
de dos meses, recibí una llamada telefónica de ella invitándome a
la boda: ya tenía novio. Se casaban el mes de julio. No pude ir
porque me surgieron unos compromisos, y al cabo de unos días recibí
unas fotos de la boda. Su cónyuge era el mismo señor que se veía
en el espejo. No cabe duda de que su fe le atrajo el amor. Porque la
fe pone en marcha un proceso de atracción, que hizo que todo el
universo se pusiera en marcha para traerle el marido que ella
deseaba. Hoy en día siguen juntos y muy felices.
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