sábado, 1 de marzo de 2014

Soñando con otra parte de mí


Una noche estaba demasiado cansada para conciliar el sueño, y no paraba de dar vueltas en la cama. Me levanté, cogí el termómetro y me lo puse, para ver si tenía fiebre: era cierto, 40 grados. Fui al botiquín y me tomé un analgésico, y me volví a meter en la cama. Entré en un sueño profundo.
Tenía muchísima calor, y no sabía dónde estaba. De repente, vi que mis pies se mojaban en un río. Era un río limpio, de aguas frías. La sensación del agua en mis pies era relajante, y aún me hacía sentir más sueño, porque sabía que soñaba. Miré al agua y vi mi rostro: era morena, los ojos marrones, y la piel dorada y tostada. Tenía la nariz chata. Era una niña. Oí desde lejos que alguien me llamaba, una mujer mayor. Sentí un afecto que me decía que ella era familiar para mí. Me sonrió, y yo a ella. “No tardes”, me dijo, “pesca pronto”. Y ante mí, vi los peces saltando del agua. Tenía un don: me relajaba, escuchaba el ritmo del pez en el agua, e introduciendo una de mis manos, lo sacaba. Era como si el pez fuera atraído por mi mano. Cogí bastantes, y me fui hacia la anciana. Efectivamente era mi abuela.
Sin saber cómo, ya estaba en la cabaña, pero el tiempo había pasado y ahora era una mujer adulta, que allí significaba unos quince años. Era de noche, y me fui a dormir, y dentro de este sueño, empecé a soñar: veía una loba muy grande, blanca, con los ojos claros, y se acercaba muy lentamente hacia mí. Sentí como si se comunicara conmigo, y decía que habría una gran nevada, y tenía que llevar a mi pueblo a prados más templados. Cuando estaba soñando con la loba, tenía un sentimiento de paz y tranquilidad increíble, y todo a mi alrededor estaba lleno de luces de colores. Cuando desperté del sueño, salí a la puerta de la cabaña, y a lo lejos podía ver a la loba, enorme y majestuosa, mucho más grande que un lobo normal, resplandeciente en la noche. Así se lo conté a mi abuela, y ella me dijo que estaba bendecida por los espíritus. Mi abuela se lo contó al jefe de la tribu, y él aceptó que nos fuéramos al otro día, y por ese motivo nuestro pueblo se salvó de una gran tempestad de nieve, que exterminó a otro pueblo cercano al nuestro. Desde entonces, me llamaban “la niña loba”, pues no era la primera vez que soñaba con ella.
Hasta aquí, el sueño que estaba teniendo era normal, hasta que apareció él. Yo estaba como siempre pescando en el río, cuando lo vi llegar, subido a su caballo blanco. Me puse a temblar, no sabía por qué, me sentí intimidada. Sus ojos negros como el azabache se cruzaron con los míos, y me preguntó si era soltera, o algo parecido. No contesté, no me gustaba ni un pelo. Tenía una cicatriz que le marcaba un lado de la cara, pero el resto era perfecto. Claro que yo de eso no sabía nada. Se dirigió al jefe de la tribu para pedirle permiso, ya que quería pasar el resto de sus lunas conmigo (eso fue lo que dijo), pero yo no quería casarme, así que le costó bastante convencerme.
Dos primaveras después me casé con él. Los dos años siguientes, mi vida con este indio (pues yo también era india) fue maravillosa, como cualquier pareja que esté muy enamorada. Yo seguía soñando con la loba, y me avisaba de peligros, hechos felices, así como de hierbas curativas para mi pueblo.
Todas las demás indias de mi edad tenían tres o cuatro hijos, y yo en este tiempo no había concebido ninguno, por lo cual él podía tomar otra esposa. Eso me llevó a una profunda melancolía, pues ya tenía diecinueve años y no era madre. Pero aquella noche soñé con la loba: ella llevaba un cachorro, y comprendí que yo también iba a ser mamá. Y efectivamente, estaba en estado. Tuve un niño precioso, con el pelo negro, los ojos azabache y la piel morena como su padre, y la nariz chata como la mía. Mi niño y yo éramos uno, siempre estábamos juntos. Aprendió a coger peces, siempre estábamos jugando, ni decir cabe que su padre estaba muy contento con el niño.
Pero al cumplir el niño cinco años, llegaba el momento de la primera iniciación, en que le tocaba ir con su padre a cazar. Aquella noche soñé con la loba: el cachorro de la loba se moría, era atacado por otro depredador, que no podía ver bien. Mi niño estaba en peligro, así que le supliqué a su padre que no lo llevase aquel año a cazar, que esperase al menos a que tuviera siete añitos. Pero no me hizo caso y se lo llevó.
Era muy tarde y mi niño no volvía, algo había pasado, y a lo lejos los vi llegar. Traía a mi niño, estaba muerto. El dolor era tan fuerte en mí que me quedé muda. Era un dolor tan fuerte que ahora que lo estoy recordando aún me duele. Inexplicable, no tenía consuelo. Así que miré a su padre a los ojos, lancé un chillido y salí corriendo, corriendo, corriendo, hasta que me perdí en el bosque. No sé los días que estuve allí, hasta que me encontraron. Me volvieron a llevar al poblado. Mi marido estaba abatido, como si todo el peso cayera sobre él, pero era tanto mi dolor, que su pesar no me importaba, porque lo odiaba. Cogí un cuchillo, lo alcé y lo maldecí: “en venideras y años, por mucho que tu espíritu esté por la tierra, y te vuelvas a reencarnar, yo te maldigo para que no engendres ningún hijo. Que la Madre Tierra no permita que tu simiente vuelva a nacer. Por el poder de los espíritus de la Tierra, del Sol y de la Luna, del Agua y del Fuego y del Viento, no permitan que vuelva a nacer simiente tuya”.
Y diciendo esas palabras, volví a salir corriendo, subí a un caballo y galopé, galopé, galopé, más de tres días y noches, descansando apenas, sin parar de avanzar, hasta que llegué a una aldea, donde caí desmayada del caballo. Me recogió un matrimonio de blancos con dos hijos gemelos. Cuando abrí los ojos, vi un hombre feísimo, de piel lechosa, llena de pecas y con los ojos azules como el cielo. Su aliento olía a algo que masticaba constantemente, ni decir cabe que se lavara. Su mujer era larguilucha, pelo castaño, ojos verdes como las hojas, también con muchas pecas, que si se lavaba tampoco se notaba. No me extraña que estuviese enferma, pues al poco de estar yo allí falleció. Así que aquel hombre y aquellos niños se convirtieron en mi nueva familia. La historia de esta familia ya la contaré otro día, pues también es muy hermosa.
Veinte años después, mis hijos adoptivos se casaron, y mi esposo se fue por unos negocios. Entonces sucedió que la gigantesca loba apareció delante de mí dentro de mi casa: estaba rodeada de un halo luminoso. Se acercó a mí, me lamió la cara, cogió mi mano suavemente con sus dientes y me sacó fuera, porque quería que la siguiera. Fui con ella andando hasta llegar a un roble enorme. Al llegar allí me sentí muy cansada y me senté apoyada en el árbol. Fue curioso, pues entonces me vi a mí misma en la casa de la que había salido, sentada en mi mecedora: estaba muerta. Pero también era yo la que estaba sentada bajo el árbol. Me incorporé, acaricié a la loba, y entonces me pareció escuchar a mi niño, aunque no lo veía. Y ante mí apareció un indio, de unos dos metros, con el cabello negro hasta la cintura, los ojos negros y aquella tremenda cicatriz en la cara. Se me iba acercando, y su resplandor me cegaba, pues iba vestido con un traje de cuero blanco. Su mirada era dulce, me sonrió y alargó su mano hacia mí. Me abrazó y yo sentí una inmensa paz, un profundo olor a jazmín, romero, a hierba recién cortada, a la ternura de cuando una madre abraza un niño, aunque yo no lo abrazaba a él. Entonces pedí perdón por haberlo maldecido, él me sonrió y siguió mirándome profundamente.
Cuando desperté de este sueño, cuál fue mi sorpresa, pues yo seguía abrazada a una persona de dos metros que flotaba sobre mí. Quería moverme, pero no pude. Y entonces  se separó de mí, y se puso de pie. Me seguía sonriendo. Sin duda era el indio con el que yo había estado soñando. Miré el reloj, y no había pasado ni una hora. Él seguía allí, y no puedo ni explicar la sensación de paz que sentía en mi cuerpo. Le pedí perdón, no sabía por qué. Entonces, ante mí, se transformó en otra persona. Me hizo ver quién era en esta vida, lo cual me hizo quedar aún más perpleja. Pero eso no me importó. Desde entonces, muchas noches se vuelve a aparecer. Supongo que tengo que perdonar a sus siguientes reencarnaciones. Creo que ya lo he hecho en otras vidas. Quiero decir que esto es un sueño, pero su aparición no lo es. O quizás todo esto es una vida pasada, en la cual cometí el error de maldecir a alguien. Besos para mis hermanos los indios (aunque ahora seamos lechosos).