Cuando
subes en un autobús todos los días y a la misma hora, siempre se
conocen personas, unas que van, otras que vienen, pero siempre hay
algunas que quedan en nuestro recuerdo. Y esta historia es de uno de
esos viajeros.
Todos
los días subía a un autobús sobre las cuatro menos cuarto de la
tarde, porque entraba a trabajar a las cuatro y cinco en unas
oficinas en la parte alta de la ciudad. Subía en la parada que era
origen y final de la línea. Mientras esperaba, siempre se entablaba
alguna conversación con algún pasajero. Ese día llovía, y el
conductor tuvo la amabilidad de dejarnos subir al autobús antes de
que saliera. Así subí y, mirando por la ventana, me fijé en un
chico que venía hacia el autobús, con aspecto de rockero, sus
cabellos largos me llamaron la atención. Lo estuve observando
mientras se acercaba y me fijé en que parecía arrastrar una de sus
piernas; pensé que quizás con la lluvia habría resbalado. Subió
al autobús y se sentó justo detrás de mí. Cuando arrancamos,
empezó a cantar: cuál sería mi sorpresa al ver que en vez de
cantar una canción de rock, cantaba flamenco. Por cierto, lo hacía
muy bien. Jamás había oído aquella canción, pero mi corazón se
emocionó al escucharla. Luego hablaré de la letra de la canción.
Me
bajé en mi parada, y él siguió el trayecto. Todos los días él
subía a la misma hora que yo; la primera semana no entablamos
conversación, pero a la siguiente, yo corría para coger el autobús
y él avisó al conductor diciéndole: “¡Para, que la rubia pierde
el bus!” Y el conductor, que ya me conocía, frenó para que yo
subiera. Le dí las gracias al conductor y al chico, el cual me dejó
su asiento y se sentó a mi lado. Empezamos a hablar. Iba a trabajar
igual que yo, por lo que también se había fijado en mí. Hablamos
de muchas cosas: de viajes, los que había hecho y los que quería
hacer, de la música que le gustaba, y de otros temas diversos. Así
todos los días a partir de entonces.
Una
de esas tardes, vi que traía una muleta, pero no le pregunté el
porqué. Yo sabía lo que le pasaba, pero no quería asustarlo con mi
videncia, y esperé a que él se sincerara conmigo. Aún tardaría un
mes más. Entonces me contó que tenía muchos dolores en el cuerpo,
por lo cual siempre se fumaba un porrete, y no sabía si era por
efecto de eso que, la primera vez que me vio, le pareció que yo
emanaba luz. Pero después se dio cuenta de que no era ese el motivo.
No sabía por qué, él se sentía muy feliz conmigo, y como le
quedaba poco tiempo, aprovechaba todo para vivir al máximo. Y
aquellos quince minutos que estaba en el autobús, no se acordaba de
su enfermedad, pues nos reíamos mucho.
Una
vez, por carnavales, estando yo en la parada, me encontré a una
vecina que me conocía desde pequeña. Estaba hablando con ella
cuando él llegó. Esta señora iba disfrazada de bruja, y él dijo:
“Isabel, ¿y tú no te disfrazas?” Yo me eché a reír, y dije:
“No, a mí no me quedan bien los disfraces”. Entonces la vecina
dijo: “Eso no es cierto, ¡si la hubieras visto cuando tenía
veinte años, vestida de pitufo verde, lo guapa que estaba! Para
comérsela”. “Señora, yo no sé cómo sería con veinte años,
pero ahora está preciosa”. “Bueno, dijo ella, eso lo dices para
quedar bien”. “No, señora, es que es muy guapa, fíjese, se lo
digo delante de mi madre, ¿verdad mama que es guapa?” La señora
que estaba junto a él, que resultó ser su madre, contestó: “Sí,
hijo, tienes razón, más que guapa, dulce y bonita”.
Subimos
al autobús los cuatro y seguimos hablando, hasta que yo me bajé. Al
otro día, le pedí disculpas por mi vecina, porque ella pensaría
que él era mi ligue, o algo así. Entonces él me dijo que eso no le
importaba, pues estaba muy a gusto conmigo, y la edad sólo importa a
las personas que miden el tiempo. Y él, que estaba enfermo de ELA, y
todos los días iba a rehabilitación (lo cual él decía que era su
trabajo), vivía el momento y no pensaba en el tiempo. Pero desde que
me conocía a mí había pasado una cosa increíble: decía que le
dolía menos todo el cuerpo, y que se ponía muy contento al verme.
No sabía por qué, pero le pasaba. Según los médicos, ya debería
estar en silla de ruedas.
Pasaron
los meses, y un día no volvió a aparecer. Seis meses después, vi a
su madre en la parada del autobús. Venía a darme las gracias, pues
el tiempo que su hijo compartió conmigo, fue muy feliz. Para
entonces, ya estaba en la cama del hospital sin poderse mover. Quise
ir a verlo, pero su madre no me dejó. Él quería que lo recordara
como era. Veinte días después de eso, sentí que él había
fallecido. Estaba yo en el autobús, sentada, y sentí como si
alguien me acariciara la cara y me besara, y empecé a escuchar la
canción que él cantaba detrás de mí. Miré, y no vi a nadie. La
letra decía: “Tirantantrán, tirantantrero, tengo una novia rubia
que es lo que más quiero, tiene gracia y tiene salero. Tirantantrán,
tirantantrero, es que no lo sabes madre, que es un ángel del
cielo...”
Y
esta canción, de vez en cuando me viene al oído, y sigo viendo sus
cabellos largos, sus ojos marrones y su sonrisa. Porque para mí
sigue cantando y viajando por el cielo.
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