domingo, 1 de diciembre de 2013

A un ángel que no supo permanecer en la tierra

Cuando yo tenía quince años, mis padres y yo nos fuimos de vacaciones a Andalucía, a la finca que cuidaban unos amigos suyos. Era un sitio enorme donde habitaban varias familias, repartidas en diferentes casas. Los amigos de mis padres eran un matrimonio con dos hijas mayores, ya casadas, y dos hijos pequeños: uno de mi edad, y otro dos años menor. La experiencia que viví aquel verano marcó para siempre mi manera de ver las cosas.

Enseguida que llegué hice amistad con los dos hijos menores. El que era de mi edad era un chico corriente, pero el pequeño era guapísimo: unos ojos negros impresionantes, con un pelo azabache, quizá medía ya un metro setenta y cinco de estatura, y con una inmensa sonrisa que iluminaba todo el corazón. Pero por dentro era mucho mejor. Nos caímos muy bien.

Me empezó a enseñar lo que hacía en la finca. Él se encargaba de la cuadra y los caballos, y cuando tenía tiempo libre, le encantaban las motos. En el desván de la casa había una bicicleta muy vieja: nada más verla me gustó, pero no sabía montarla. Él me dijo que me enseñaría, así que toda la tarde estuve intentando domar la bicicleta, pero sólo aterrizaba en el suelo. Cuando llegó la noche, mi cuerpo estaba todo magullado, mis rodillas y brazos raspados. Cuando me vio mi madre, del susto que se pegó, me dijo que no tenía edad para montar en bici, que ya era una señorita. Él y yo nos echamos a reír: la bici no era lo mío. 

La verdad es que yo quería aprender a montar porque teníamos intenciones de escaparnos aquella noche y llegar a unas altas montañas donde él decía que había lobos. Pero eso no importó: cuando todos se durmieron, nos fuimos andando. Me prestó unos de sus pantalones y un suéter grande; él cogió su escopeta, que a mí no me gustaba nada. Al verla me enfadé con el niño, y él me contestó: "Es por si nos atacan, no para disparar a los lobos, sólo para hacer ruido. Los lobos no son como los de la tele: si te muerden, acaban contigo". Así que subimos a la montaña después de tres horas de camino. Empecé a tener mucho frío, la piel de gallina, y le dije a mi amigo que presentía que los lobos estaban cerca, pues yo estaba viendo unas luces de colores, como grandes burbujas de jabón, de muchos colores, que se acercaban a mí y me entraban como si las absorbiera. Nos echamos al suelo tras un peñasco, y mi amigo, que tenía vista de lince, los vio. "Tienes razón, Isa, hay más de uno. No respires, no te muevas". Y entonces los vi, pero estaban muy lejos. Con eso me conformé. Estuvimos allí bastante tiempo, pero me pasó volando. Nos teníamos que ir. 

Por el camino, él me contó que yo era muy rara, porque esperaba una niña pija de ciudad, y se había encontrado una compañera de aventuras. Aunque la verdad, las niñas de pelo rubio a él no le gustaban; a él le gustaban las morenas. A mí me hizo gracia, porque a mí tampoco me gustaban los niños morenos de ojos negros. Pero resultó que éramos muy parecidos. A los dos nos gustaban los animales, el campo, los caballos, y los libros. También compartíamos el amor espiritual. Quedamos en escribirnos, e hicimos un pacto: que si uno se moría antes, iría a ver al otro para contarle lo que había al otro lado.

Así fueron pasando los años, escribiéndonos, llamándonos por teléfono. Cuando cumplí los veintidós, volví a quedar con él. Nos pusimos muy contentos al vernos. Aún era más alto, parecía Antonio Banderas con bigote. Pasamos una tarde muy agradable. Hoy escribo sobre él porque cuando cumplió veintisiete años tuvo un accidente con aquella escopeta, y se mató. Y cumplió su promesa: me vino a ver. 

Esto sucedió de tal manera: una mañana de sábado iba yo a una exposición el la plaza de España de Barcelona. Había quedado con unas amigas, pero no eran muy puntuales (menos mal). Porque mientras estaba en el andén del metro, empecé a ver luces de colores: azules, blancas, rosas. El olor de romero y de hierba recién cortada rodeaba mi cuerpo. Mi corazón empezó a latir muy deprisa. Entones, en el andén de enfrente, un señor empezó a agitar los brazos. Como no le hacía caso, cruzó hacia mi andén. "Perdone", me dijo al acercarse, "¿esta es la línea que va hacia plaza de España? Señorita, despierte, ni que hubiera visto un fantasma". Y en ese instante, vi como el cuerpo de mi amigo se introducía en el cuerpo de aquel hombre, y dijo: "¿Te he dicho que estás preciosa, aunque seas blanca?" Volvió a salir de su cuerpo, y el hombre dijo: "Perdone, señorita, no sé que ha pasado. Por un momento, he tenido ganas de besarla". El hombre siguió hablando conmigo, pero yo seguí viendo a mi amigo. Llegué a la plaza de España y fui a una cabina de teléfono para llamar a su casa. Me contestó su madre, y le pregunté: "¿le ha pasado algo a Carlos?" Ella contestó: "Se ha suicidado". "¿Cómo?", dije yo. "Bueno", contestó ella, "es lo que dice la policía. Ha aparecido en su casa, con la escopeta en las manos, como si se hubiera disparado a sí mismo. Pero la casa estaba vacía, sin muebles. No había carta de suicidio. Qué raro, ni siquiera para ti, que eras el amor de su vida". Me quedé parada. Lo seguía viendo. 

Es decir, algunas veces lo sigo viendo. Nunca supieron sus padres lo que realmente había sucedido, pero yo muchas veces lo veo junto a mí. Por lo cual pienso que sí se suicidó, porque las personas que se suicidan permanecen en la tierra el tiempo que tenían que estar, y sobre todo, con las personas que más quieren.