Hoy quiero contar una historia que me sucedió hace 18 o 19
años. Hacía tiempo que no tenía vida social, por circunstancias que ahora mismo
no vienen al caso. La cuestión es que me invitaron a la despedida de soltera de
una amiga que hacía bastantes años que no veía. Las acompañantes de la novia
decidieron hacer una cena, y después ir a bailar a una sala musical con
orquesta.
Yo no había ido nunca a uno de estos eventos, sólo conocía
la típica discoteca, pero bueno, por una amiga valía la pena probarlo. Llegamos
sobre la una de la madrugada, era una sala amplia, con muchas luces y una orquesta
tocando en el escenario música de salón, así que bailamos. Cuando llegaron las
lentas nos sentamos todas alrededor de una mesa. Todas ellas tomaban cubatas,
menos yo que tomaba una copa de cava. La música que sonaba era de tangos,
foxtrot, valses, la verdad es que yo de eso no sabía nada. Disimuladamente,
mirábamos a los que bailaban, y en el centro de la pista me llamó la atención
un señor muy alto y delgado, que bailaba como una pluma en el viento, y con su
pareja parecía volar. Mis amigas empezaron todas a reírse, porque entre vuelta
y vuelta, el señor me tiraba besos. Pensé: “Ha bebido de más”.
Cuando terminó la pieza que estaba bailando, se acercó a
nosotras, nos miró a todas con aquellos ojos negros penetrantes, una por una,
como si buscase a alguien. Y cuando me tuvo enfrente, se acercó y me empezó a
hablar: “Hola, señorita. No sabe usted el tiempo que la llevo buscando”. Me
quedé sin habla, mas él prosiguió: “¿Por qué tiene esa triste mirada, si es una
estrella entre flores marchitas? Su luz llena toda la sala”. Diciendo esto,
hincó una rodilla en el suelo como en una petición de mano, y me pidió bailar: “Por
favor, ¿me haría usted el honor de bailar con este señor que se acaba de
enamorar de una estrella?”
Pensé que me tomaba el pelo, pero como no se movía, le
respondí que yo no sabía bailar aquel tipo de música. Sonrió y me dijo: “Señorita,
todos los ángeles vuelan, por tanto saben bailar. Y si no, yo la guiaré”.
Mis amigas se tronchaban de risa. Una dijo: “Puede ser tu abuelo”, otra: “El yayo no puede beber”. Entonces sentí la necesidad de bailar, como si mi cuerpo flotara. Me levanté y me fui a la pista con él. No sé cómo fue, pero la cuestión es que bailé.
Mis amigas se tronchaban de risa. Una dijo: “Puede ser tu abuelo”, otra: “El yayo no puede beber”. Entonces sentí la necesidad de bailar, como si mi cuerpo flotara. Me levanté y me fui a la pista con él. No sé cómo fue, pero la cuestión es que bailé.
Él me fue hablando al oído, inclinándose hacia mí pues era
muy alto. Me preguntó si yo creía en la reencarnación, y si era cierto que los
deseos se cumplen. No entendía dónde quería llevar la conversación. Entonces me
confesó que él había pedido un deseo: volver a ver a su mujer de nuevo. “Y
voilà!, está aquí. Usted es ella”. Yo me quedé perpleja. Al terminar el baile
me acompañó a mi asiento, pero mis amigas estaban bailando también, así que se
sentó conmigo, pidió una botella de champán y seis copas, pero sólo servimos
dos, para nosotros. Brindamos por las estrellas; a veces están en la tierra.
Entonces empezó a contarme su historia: era inglés, pero sus
padres fueron a vivir a Cádiz cuando él era pequeño, porque tenían allí un negocio.
De ahí que su acento fuera un poco andaluz. Me contó que era extra de cine, y
que había viajado por el mundo, porque era un poco bohemio y soñador. Pero lo
habría dejado todo por su gran amor, su esposa, que hacía veinte años que había
muerto. La conoció en Londres cuando actuaba en una película, ella también
trabajaba como extra. Todo era felicidad, pero el dinero no llegaba para llevar
una vida estable, y como querían tener familia, decidieron que el seguiría el
negocio de su padre. Su mayor felicidad fue saber que iban a ser padres, pero
cuando llegó la hora del alumbramiento, algo se complicó, falleciendo madre e
hijo, lo cual lo dejó destrozado. Desde entonces se había recorrido el mundo,
trabajando en el negocio del espectáculo, incluido el baile profesional de
salón.
Hasta ahí su historia me conmovió, pero cuál fue mi sorpresa
cuando me enseñó una foto de su amada esposa: ¡era yo! Claro, con veinte quilos
menos, pero era yo: el mismo color de pelo, la blancura de la piel, los labios
finos, los ojos grandes y verdes, hasta las pecas. Si no fuese porque se veía
antigua, creería que era una foto mía. Y mirando la foto, él me dijo. “¿Ve como
los deseos se cumplen? Usted puede ser su hermana gemela. Incluso la mirada
triste que tiene en los ojos es la misma. Y creo que si usted y ella se
hubieran conocido, hubieran sido buenas amigas. Sus amigas se han reído de mí,
y sin embargo a usted no le ha importado bailar con un viejo”. Me dio las
gracias, y cuando llegaron mis amigas se fue. Poco después me enteré de que él
había fallecido, me lo contó la señora que era su pareja de baile.
Hoy me he acordado de él porque me ha venido su sonrisa, su
ilusión. Él tanto deseó volver a ver a su mujer, que me encontró a mí. Nada es
casual, porque él me ayudó a ver que las cosas pueden cambiar en cualquier
momento, si lo deseamos con el corazón. Los dos fuimos felices por un momento.
Nunca olvidaré que me hizo sentir como una estrella. Ellos dos son ahora dos
espíritus que bailan en el cielo y brillan como las estrellas.