Todo el mundo tenemos amigos, unos son más afines a
nosotros, otros solamente van de paso. Y hay otros que dejan siempre huella en
nuestra alma. Esta es la historia de mi amiga Meri. Éramos amigas desde niñas,
aunque nuestros barrios no estaban cerca. Pero eso no importaba; mi barrio es
de gente trabajadora y humilde; el de ella es un barrio de gente acomodada,
pero no por eso éramos menos amigas.
Desde muy pequeñas tuvimos que afrontar la vida. A mí por
necesidades económicas, y a ella por un cambio radical en su familia. Pero eso
no importaba, siempre había tiempo para estar juntas. Meri tenía varios dones:
su belleza era uno de ellos, tanto interior como exterior. Tenía la capacidad
de hacer reír a toda persona que se acercaba a ella, aunque siempre decía que
la culpable era yo, porque era imposible estar a mi lado sin terminar riendo.
La verdad, siempre he pensado que era un lindo cascabel. Pero uno de sus
mayores dones era su voz, pues cantaba blues, y sus canciones eran deleite para
todo el que la escuchaba.
Tuve que hablar con su madre para que estudiase en el
conservatorio. Su madre había tenido a Meri muy joven, y a veces me parecía que
ella era más joven que yo. No puso trabas, la apuntó en el conservatorio. Y así
que en un año era un prodigio, no sólo por su voz, sino por cómo tocaba el
piano. A partir de ahí, su carrera fue vertiginosa. Empezó a viajar, a hacer
conciertos. Dos años después hablaba seis idiomas: inglés, alemán, francés,
chino, italiano, nuestro catalán y otro lenguaje que sólo ella y yo
entendíamos. A pesar de su fama, siempre había un tiempo para nosotras. Me
contaba sus viajes, y a través de sus ojos empecé a conocer el mundo.
Una tarde, me pidió que le echara el tarot. Por supuesto, lo
hice. Y la tristeza me rompió el corazón. Le dije: “Prométeme que nunca
correrás mucho en tu automóvil. ¡Prométemelo! Si lo cumples, serás muy famosa;
si no, morirás joven”. Ella se lo tomó a risa y ahí quedó la cosa.
Pasaron varios años, y el amor llegó a su vida. Se enamoró
de un profesor inglés, era feliz, aunque no nos veíamos tanto. A los seis meses
rompieron el noviazgo: era demasiado posesivo. Ella quería ser libre, cantar
era su vida, y sin eso no era feliz. La vi una tarde y hablamos. La invité a
una fiesta que hacía otra de mis mejores amigas. Aquella noche soñé con ella.
Llevaba un vestido blanco, sus ojos negros brillaban como nunca, y su cabello
negro iba cambiando de color, parecía como si flotara en el aire. Me dijo: “Isabel,
hermana mía, estoy en una fiesta, soy la anfitriona, sólo es para mí. Estoy
bien, soy feliz, no podré ir a tu fiesta, no te enfades. Sabes que siempre
estaré contigo. Eres como una niña, y a mí los niños me gustan mucho. ¡Aquí hay
unos tíos tan buenos! Sobre todo el tuyo, pero no puedes venir, esta fiesta
sólo es para mí. No te enfades”.
Me desperté llorando, y empecé a llamarla por teléfono. No
me lo cogía. Llamé a su madre, me dijo que estaba de gira en Montecarlo, pero
al escuchar ella mi voz, me dijo: “¡Me estás asustando!”. Yo le dije: “Por
favor, llame a su mánager, sus compañeras, alguien”. Colgué el teléfono. Seis
horas después recibí una llamada: mi amiga se había matado en su automóvil
nuevo, aquella noche a la misma hora en que yo soñé con ella.
Hoy hace veintisiete años de aquella muerte, y todos mis
sueños, buenos o malos, se han cumplido. Si hoy viviese, sería una estrella.
Pero seguro que ahora es un ángel.